Desde que tuve mi primer par de audífonos, que eran los del personal stereo, conocido también como walkman, mi papá siempre me decía que no escuchara tan fuerte la música porque le hacía mal a mis oídos. Pero qué más daba, yo quería escucharla bien fuerte.
Y es que eso es lo que me gusta, escuchar cada uno de los detalles: los juegos de voces, la entrada de cada instrumento, la percusión y, sin lugar a dudas, cada una de las notas que emergen de las cuerdas de un pianito.
Con mis audífonos anaranjados y grandes –no tan grandes como quisiera- puedo percibir mucho mejor todo eso. Y sí, bueno, mi papá me sigue diciendo que le baje el volumen, que mi audición me pasará la cuenta, algún día. Pero yo sigo apretando el botón hasta que la marca del volumen ya no puede avanzar más.
Creo que lo que más me gusta de ella, de la música, es su capacidad de envolver, de abrazar. ¿Cómo podría ser tan envolvente si se escucha tan bajito? ¿Cómo podría alcanzarnos tan solo un susurro? Triste, alegre, con un dejo de melancolía o llena de rabia, fue creada no para ser oída, sino escuchada. Así como la pintura, tiene matices, colores que llaman la atención, que buscan ser observados con detención, que revelan una intención.
Recuerdo, por ejemplo, cómo se me erizó la piel cuando sentada en la butaca, escuché el Joyful joyful, de la Novena Sinfonía de Beethoven, tan fuerte que no había espacio para si quiera pensar en otra cosa. Lo mismo con El Mesías, de Haendel.
Y, ¿cómo se podría escuchar a un volumen moderado a Queen o la distintiva voz de Frank Sinatra? Creo que la buena música merece un volumen adecuado –claro está que el reggaetón no clasifica y, por Dios, cuánto quisiera que no se escuchara tan fuerte en los autos, calles, casas, discos…
Para mí, definitivamente -salvo aquellos días en que no me siento muy bien y con aquellas canciones o piezas detestables-, if it’s too loud, then you’re too old, librando a mi papá de esta generalización, porque su problema auditivo intensifica todo sonido.